Hay ciertos días en los que no tengo ganas de escuchar música, ni de escribir un cuento ni de hacer otra canción. Hay días en que quisiera olvidar todos los poemas de amor que me sé (desde Quevedo hasta Bonifaz). Hay días en que no quiero recordar todas las películas que están en cartelera y que no veré. Hay días en los que ni siquiera el alcohol reconforta mi alma rota. Hay días en que fumo sin parar y mi asma empeora. Hay días en que no quisiera seguir vivo, no tener conciencia de mí ni de mi cuerpo. No ser escritor, ni músico, ni becario, ni desempleado. Hay días en que sólo quisiera dormir y dormir doscientas horas sin despertar. Que cuando mis ojos se abran todo haya cambiado, que nunca haya nacido, que nunca te hubiera conocido. El azar es un pretexto fácil. No sé que me llevó a colarme entre tu agenda ni a besar tu espalda desnuda. No sé cómo diablos mi lengua encontró cauces dulces en tu boca. No sé por qué tus labios se adivinan todavía en mi aliento. No fue azar. Algo más hizo que te encontrara. También hay días así. En los que mi beca y mi disco y tu cuerpo prometían venturosas tardes. Y ninguno de ellos erró el designio. Hay días en que dios sonríe y me deja imaginar que hay noches menos largas. Cuando te vi, sólo quería saber de ti. Cuando supe de ti, quería salir contigo. Después quería besarte y después ser tu novio. Después quitarte la blusa y vivir en ti. Todo lo tuve. Ahora, no queda nada. Hay días así.
Inexistentes y amados lectores, les escribo instalado en mis treinta años por primera vez. El siguiente post lo dedico a contarles de mis festejos. Porque hoy, desde mi oficina en los lares del sur, quiero contarles el proceso que me llevó de una cena con caviar a tener un anillo de casado en mi dedo anular izquierdo. (¿Alguien sabe en qué mano es correcto usar el anillo? Yo me lo puse en la izquierda por puro azar, pero debe haber una norma). La historia más sencilla de contar es que en una cena de la alta sociedad literaria conocí a una mujer de ojos bellos con quien platiqué un par de horas y compartí el caviar que generosamente algún autor de éxito puso en la mesa de su departamento en la Condesa. Después de un par de botellas de champaña le lancé una invitación con mis ojos seductores a que conociera la alfombra de mi departamento en el centro porque estaba seguro que su blusa azul turquesa haría juego con ella. Al otro día, entre el café de la mañana y el sexo matu...
Comentarios