Es la promesa la que nos hace seguir. La que obliga a despertar con la incertidumbre entre los labios y con el ansia recorriendo el dedo índice. La voz ronca de ella al otro lado de la línea leyendo un cuento de Clarice Lispector no es más que la concreción de la promesa. Meses y meses al lado suyo (aunque cada quien estuviera en la parte de la ciudad que le corresponde) son parte de la memoria de otra herida. De todos los besos dados tal vez recordemos dos (en un parque o afuera del metro), alguna caricia en una noche inusitada o un tono melífluo y embriagante repitiendo un código conocido.
La certeza de los días se sucede de a poco, a cuenta gotas, con una espera larga recompensada por risas y enojos. El primer encuentro nunca es casual, estamos siempre donde debemos y el azar se desdibuja. La primera conversación por messenger se recuerda tanto como la primera cita. El primer café amargo se diluye en la boca con el primer beso a tu espalda. El último beso siempre es difuso, no se sabe dónde empezó, pocas veces se tiene la seguridad de que es el último. Sería distinto si después de él me dijeras "adiós, Escritor. Fue un placer verte en esta vida". Y después separarnos y no saber nada del otro.
Pero no, en mi corta imaginación (siempre recurro al talento cuando falla) no cabía la posibilidad de tu cintura en mi abrazo. No podía imaginarme siquiera tu fobia a los ácaros ni tu pijama gris. Mucho menos el movimiento suave de tu lengua en mi pecho o tu risa de niña en mis tardes. ¿Cómo imaginar el último beso si el primero no se editaba aún?
Ahora es sólo esta ciudad que es enorme sin ti, mis letras vacías que no te encuentran, mis veintisiete que duelen por estar solos.
Pero siempre se puede despertar y esperar que, una vez más, mis tardes se llenen de unos ojos claros, pretextos de posibles cuentos o cursis canciones. Mientras tanto, estoy vacío, deshabitado. Así, exactamente igual que como me encontraste hace muchos, muchísimos meses. La diferencia es que después de ti, no tengo ganas de descubrir nada más. No hay otra tú que me aguarde tras un portón negro y que me reclame por llegar media hora antes. No hay otra tú que me diga, "Te quiero, Escritor". Y saber que siempre es la primera vez.
La certeza de los días se sucede de a poco, a cuenta gotas, con una espera larga recompensada por risas y enojos. El primer encuentro nunca es casual, estamos siempre donde debemos y el azar se desdibuja. La primera conversación por messenger se recuerda tanto como la primera cita. El primer café amargo se diluye en la boca con el primer beso a tu espalda. El último beso siempre es difuso, no se sabe dónde empezó, pocas veces se tiene la seguridad de que es el último. Sería distinto si después de él me dijeras "adiós, Escritor. Fue un placer verte en esta vida". Y después separarnos y no saber nada del otro.
Pero no, en mi corta imaginación (siempre recurro al talento cuando falla) no cabía la posibilidad de tu cintura en mi abrazo. No podía imaginarme siquiera tu fobia a los ácaros ni tu pijama gris. Mucho menos el movimiento suave de tu lengua en mi pecho o tu risa de niña en mis tardes. ¿Cómo imaginar el último beso si el primero no se editaba aún?
Ahora es sólo esta ciudad que es enorme sin ti, mis letras vacías que no te encuentran, mis veintisiete que duelen por estar solos.
Pero siempre se puede despertar y esperar que, una vez más, mis tardes se llenen de unos ojos claros, pretextos de posibles cuentos o cursis canciones. Mientras tanto, estoy vacío, deshabitado. Así, exactamente igual que como me encontraste hace muchos, muchísimos meses. La diferencia es que después de ti, no tengo ganas de descubrir nada más. No hay otra tú que me aguarde tras un portón negro y que me reclame por llegar media hora antes. No hay otra tú que me diga, "Te quiero, Escritor". Y saber que siempre es la primera vez.
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C. Claudel