Llevo semanas calibrando cada diálogo de mi personaje. El saber cómo contesta o qué piensa cuando lo hace me quita el sueño. Controlar mi cuerpo, su energía, estar consciente de cada uno de sus movimientos me deja exangüe. La última escena que corrí me dejó satisfecho. Pude abandonarme al personaje sin estar pensando en él. Recordé a Yoshi Oida y quiero pensar que voy por buen camino. He dejado un tanto de lado la música, aunque sigo con el estudio del piano; entre la edición de CdT y la corrección de mi segundo libro (el primero sigue encerrado en mi computadora) tengo poco tiempo para hacer canciones. Una de ellas está en la punta de mis labios, no tengo melodía, armonía, ritmo o una idea que pueda desarrollar pero está aquí, calando mis huesos, tentando mis labios, enquistándose en mis falanges.
Oh, inexistentes lectores, en tan sólo cuatro días (de jueves a domingo, para ser precisos) mi sangre corrió otra vez por esas venas tan veleidosas que son las ganas de decir y las ansias de contar. Me explico, la corrección y la edición son dos actividades meramente intelectuales, es decir, artísticas, pero que se desenvuelven en un hemisferio racional y objetivo. ¿Qué palabra va?, ¿es coma o punto y coma?, ¿esta línea es explicativa o construye la atmósfera?, ¿esto es demasiado críptico o ayuda a la resolución? Las lectura obligadas son parte del oficio, de la tecné o de la habilidad. Pero en mi caso (y no digo ni remotamente que sea lo mejor, lo más adecuado o lo que sirve a todos) al momento de construir ficciones me sirve escribir desde la organicidad, desde el centro mismo de la emotividad, las vísceras, pues. Si quiero escribir algo tengo que encontrar el impulso necesario, la respuesta certera a un estímulo en particular que pueda desatar en mi endeble mente historias, desenlaces, estructuras, tramas y demás cosas que me he propuesto desarrollar en las horas que esté por acá dando lata. Si no está eso, simplemente no escribo.
Un ejemplo, no puedo ver cómo es maltratado un animal, ni siquiera una imagen de aquellas que buscan "concienciar" a la gente en donde un hijo de puta acaba de destrozar a palos a un perro. Provoca en mí asco, depresión, neurosis... Vaya, ni pude ver la Eurocopa porque limpiaron las calles de Ucrania asesinando más de ochenta mil perros callejeros. Simplemente está fuera de mis posibilidades. Pues ese impulso, ese estímulo me sirvió para construir una parte de un cuento en donde el personaje le saca los ojos a un gato. ¡Cuánto me costó terminar esos párrafos! Vomité varias veces y una migraña se apoderó de mi cuerpo cuando le puse punto final a esa historia. Después, la corrección tuvo que ver, insisto, más con un asunto racional que con las respuestas orgánicas que mi pluma tuvo ante esa imagen. Claro está, este es uno sólo de los impulsos que he recogido en mis ya varios años de estar escribiendo historias.
Esta vez la canción que no hace por escribirse tiene un impulso que ha hecho hervir mi sangre, que ha llenado mis ojos de nuevas posibilidades de construcción. Ese impulso ha delineado en mí la premura del tiempo, del ansia compartida, es un inicio ante el cual mi cuerpo, mi mente y mi médula ósea se han rendido. Es, simplemente, cómo Mahler silbaba el primer movimiento de la Trágica mientras caminaba por alguna ciudad solitaria un 16 de junio, un Bloomsday, un día que Dios estuvo dormido y dejó que el azar habitara sus notas.
JFC
PS. Cumplí, inexistentes lectores, 29 años. Y la sonrisa que han dejado en mí estos días, simplemente no se ha borrado.
Comentarios