Ir al contenido principal

Columna invitada: "Yo soy 132"


Como tengo mucho trabajo, invité otra vez al Malaestrella, mejor conocido como el Sietecrudas en el barrio bajo de NY, a que escribiera uno de esos divertimentos que tanto le gustan a mis inexistentes lectores. 
Así las cosas,

JFC

Yo soy 132

Inocencio Azar

Estos chavos me recordaron al que yo nunca fui. Al que andaba de los pasillos del Centro de Convivencia Humana Oriente a las caguamas de veinticinco varos de la Güera. En ese mismo lugar besé por primera vez al amor de mi vida —bueno, al primero de ellos— y ahí pude ver cómo todos los de mi generación se fueron recibiendo de loqueros, abogángsters, matasanos y cuentachiles. Y yo, desde las sillas cerveceras con una Carta Blanca enfrente, me dedicaba a aprenderme canciones para ligarme a las morritas que llegaban de cuando en cuando a mi pobre humanidad.
            —Cántate esa de Amor mío, Malaestrella.
            —No se llama así, mi vida, se llama Sin tu latido.
            —Échate la del Unicornio azul, Malaestrella de mi alma.
            —¿Otra vez? Pero si ya la toqué como tres veces.
            —Una de los Temerarios, Inocencio.
            —No me digas Inocencio, que así nomás me dice mi jefecita, y yo no toco esas mamadas.

Y así pasaban mis días que se hicieron meses y se estacionaron en años. Aprendí entre otras cosas a irme de "palomita" en los camiones de la Coca, a cambiar reportes de "Lectura y redacción" por unos besos o unas tortugas de milanesa (dependiendo de quién lo solicitara, claro) y a reconocer que mucho ayuda el que no es trova.
            Un día de abril, mi cuaderno de doble raya, un bato al que le decíamos el Conde, me contó que para las elecciones del Establo de México habían inaugurado un Tráiler del arte en donde se presentaban artistas multidisciplinarios y hacían exposiciones y conciertos y teatro y no sé cuánta chingadera más para apoyar a la candidota —digo, candidata— que peleaba la gubernatura.
            —Y eso a mí qué. Si nunca le he pedido nada a nadie.
            —No chingues, Malaestrella. Si no lo hacemos nosotros los artistas, ¿quién le va a decir a la gente qué pensar?
            —Pinche Conde, ¿y quiénes somos nosotros para decirle a la gente qué carajos pensar?
            —Bueno, tú me entiendes. Es para abrir los ojos de esta sociedad dormida.
            —Mira, mejor bájale dos rayitas y dime dónde es.
            —Eso, Sietecrudas. Así me gusta.
            —Donde me salgas con que no hay comida, te rompo hasta la guitarra.

Ahí andaba yo, con mi guitarra al hombro en camino al mentado Tráiler del arte que resultó ser un camión de redilas bastante traqueteado. Los dichosos artistas éramos el Conde y yo y un par de payasos que llegaron crudos al lugar. Compramos las consabidas caguamas en lo que acababa el discurso de la candidata. Habíamos preparado un numerito a toda madre. No es por nada, pero los años de práctica banquetera me habían hecho un maestro en las lides de rascar la panzona y me sabía rolas de Hendrix y hasta de las más perronas de Steve Vai. El Conde estudiaba en la Superpior de Música, aunque siempre pensé que le faltaba sentimiento, vísceras, alma. Aun así, el rollo que traíamos no era nada despreciable.
            Nos subimos a medios chiles y, después de la primera canción, que el dueño del cine de la cuadra anuncia que en apoyo a la candidota pasarían Una película de huevos gratis para toda la comunidad. Y que se va todo nuestro público. Ya nomás por no dejar pasar el chance de tocar con amplificadores que nos reventamos Vodoo child, Stairway to heaven y una de Luis Miguel que hicimos en versión punk. Estábamos bien entrados cuando se acabó la película. Todos salieron con hambre y se abalanzaron sobre las señoras que habían traído sus tortillitas, frijoles y un chicharrón en salsa verde que olía a tres cuadras alrededor. ¿Sabes cuánto duró la comida con esa cantidad de raza?
            Dejé de hablarle al Conde durante muchos meses. Si no le rompí la guitarra fue porque estaba rechula —la guitarra, no el Conde—. Nomás le menté su madre y me tomé un vaso de refresco de tamarindo, que fue lo único que alcancé. En el camino me encontré a los payasos durmiendo junto a un poste de luz y con una caguama a medio vaciar. Ni hablar. Tuve que echármela de puro coraje. La candidota no llegó a ser gobernadora y el Tráiler terminó repartiendo despensas del otro partido.
            Supongo que es por eso que cuando veo a todos estos chavitos de la Igüero y del Tec caminando juntos por la calle, brazo con brazo con los del Poli y los de la UNAM, es que me da una tristeza bárbara por no haber sido nunca como ellos; por haberme preocupado más por dejar que me echaran el país que otros querían que por construir el mío propio. En cuanto vi las noticias y los encabezados de las marchas, supe que algo se iba a mover, que las conciencias se habían despertado, como siempre repetía el pinche Conde. Recordé que seis años antes yo no voté y me dio coraje, que siempre me quejo de los maestros que se la pasan marchando y me dieron ganas de llorar, que entre miles de muertos yo nomás pienso en mí mismo y supe que era un cobarde. Siempre he sido un cobarde por aguantar que los diputetes ganen mil veces más que el salario mínimo, que no paguen impuestos, que traigan todos camionetotas sin son una bola de ignorantes.
            Entre las caguamas y los cigarros sin filtro derramé un par de lágrimas por el que no fui. Pero no me podía quedar atrás. Saqué una playera blanca, mi plumón negro de punto grueso y con orgullo me dije que no iba a ser el mismo. Que yo también me uniría a los chavos, que iba a cambiar, que esta lucha también era mía. Sumarme a su campaña era mi meta. Esperé la siguiente convocatoria, era en el Zócalo. Muy temprano me salí con mi playera blanca, con un letrero que me redimía de mis pecados por omisión. Fueron llegando poco a poco los contingentes, los muchachos, profes y demás fauna que, como yo, estábamos ahí para luchar. Empezamos a gritar consignas contra Televisa, contra los gandallas y contra la manipulación. Ya empezaba a ser otro.
            Una chica llevaba una pancarta llena de colores y unos minishortcitos que resaltaban sus piernas. Me sonreía mientras caminaba hacia mí y supe que a ella podría cantarle canciones toda mi vida. Con una voz ronca, cálida y coqueta me preguntó:
            —Oiga, señor. ¿Por qué su playera dice "Yo soy 133?"
            —Es que soy uno de ustedes —balbuceé apenas, con los ojos clavados en su escote. Me sonrió con ternura y se alejó. Y fue en ese preciso momento que volví a reconocer al chavo que nunca fui.

Comentarios

Entradas más populares de este blog

Causalidades II

Queridos, desocupados e inexistentes lectores, les debía esta entrada que es la segunda parte de la anterior y pues aquí va. Uno de los problemas mayores de escribir cada dos años en este blog es que uno pierde el hilo de las cosas, y en dos años han pasado tantas que los hilos ya son una madeja que se pierde en mi memoria. Así que acabaré la entrada de las causalidades y empezaré --lo juro-- a escribir nuevamente en este blog que empecé en el año 2006. En la entrada de la siguiente semana les contaré de los blogs y los pondré al tanto en mi vida. También prometo actualizar las ligas que tengo en la columna de la derecha, porque muchos de los blogs ya pasaron a mejor vida y creo que ya nadie escribe en blogs, excepto la protagonista de estas causalidades de la que ya les pasaré el vínculo.   Estábamos, entonces, que me dieron la beca de la Fundación para escribir un libro de cuentos. La beca la obtuve gracias a que uno de esos amores juveniles y necesarios imprimió mis hojas y las l

A un par de escalones del Tercer Piso

Inexistentes y abandonados lectores, he regresado a esta monarquía que a veces se disfraza de república llamada La Ciudad que fue del canto para (y es un favor muy grande) contarles parte de lo que ha acontecido en mis dominios en estos largos meses de ausencia. (En serio, sé que nadie lee esto pero el simple sonar de las teclas y mi egolatría son suficientes para no dejar morir este blog). Si ustedes recuerdan, oh, desolados lectores que han sufrido conmigo durante tantos años, el once de julio escribí una pequeña crónica de cómo Mahler se encontró con Joyce. Pues bien, simplemente he de decirles que ese encuentro inesperado y venturoso ha terminado en coyunda, si se me permite el chistorete cultoso, o, para decirlo mejor, los esponsales arribaron a buen puerto. Con todo y las armonías disonantes de este musicastro y las inagotables vertientes de mi joyceana, hemos encontrado un lugar en donde nuestras ansias encuentren reposo.       Y en hablando de lugares, la Ciudad que fue de

He regresado a esta Ciudad que fue del canto

Queridos e inexistentes lectores, después de tres años de abandonar esta Ciudad que fue del canto, he regresado para, una vez más, prometer ser más constante y publicar ya no mi querido, cursi y azotado diario, sino lo que a mi pluma se le venga en gana. Por ello, primero les comparto una traducción que hice de dos fragmentos de Kurt Vonnegut, tomados del número 17, de junio de 2015, de Casa del tiempo. JFC Dos fragmentos de guerra [*] Kurt Vonnegut La obra de Kurt Vonnegut estuvo marcada por su experiencia en la Segunda Guerra Mundial como soldado de la 106 División de Infantería de los Estados Unidos, y luego como prisionero de guerra —de diciembre de 1944 hasta mayo de 1945— desde donde fue testigo del bombardeo que destruyó Dresde.  Casa del tiempo ofrece dos breves fragmentos de las novelas  Matadero 5  y  Barbazul que se publicaron con casi veinte años de distancia, para dar cuenta de la devastación íntima causada en el autor estadounidense. El primero